Ilusión


—¡Qué ilu! ¡Ya tengo la ropa preparada para salir a correr mañana, je, je, je!
—Pues no sé de qué narices te ríes, bobo. Sé de gente a la que le hace ilusión de verdad.
—Venga, tía, no me jodas. Qué ilusión ni qué ilusion ni qué narices. Ahora resulta que nos vamos a poner tontorrones y ilusionarnos porque podamos salir a correr después de estar seis semanas parados, anda ya.
—Pero qué simplón eres, qué pocas luces tienes. Piensa un poco, hombre.
—¿Pensar qué! ¡No hay nada que pensar! Mañana se sale a correr, como tantas otras veces, y santas pascuas. No hay que darle mayor importancia.
— Pues si después de toda la que ha caído, no estás ilusionado... poco has aprendido y bien parvo eres. A ver si aprendes a valorar los detalles y a no dar las cosas por hechas, que siempre vas acelerado para todo, que no comes ni saboreas, tú engulles y deglutes, bruto. E igual con la vida. ¿Cuándo te pararás a mirar alrededor? Y digo a mirar, a contemplar, no simplemente a ver.


—¿A mirar qué? ¿Qué coño quieres que mire?
—Lo dicho: detalles que antes dabas por sentados. Qué sé yo... la ralladura de jengibre en la ensalada; el chocolate de Madagascar en el helado; la canela en el café; las hojitas de hierbabuena y el chisporroteo en el gintonic; el sabor de ese mismo gintonic bebido de su boca; el aroma del twist de pomelo en el vermú; la explosión de sabor de un gajo de mandarina, de una uva o de una fresa en la boca; el olor del mar en el aire cuando vuelves a casa después de un tiempo en la estepa castellana; el color, la lágrima en el vidrio de la copa y el sabor del segundo trago de un Ribera de Duero; la brisa mareira de mediodía; la marca del moreno del bikini en la cadera y el tobogán de sus ingles; el sabor saladito de una piel sudada; una caricia, apenas un roce, en la parte interna del antebrazo; un cruce de miradas y una conexión justo antes de la petite morte; el Panteón de Roma; el viento en la cara al montar en bici; el aroma que desprende un mandarino al rozarse con sus hojas; el cansancio sudoroso y las endorfinas tras la agonía y el sufrimiento al acabar de correr; el himno y el gritar enardecido gooooool en Balaídos con la bufanda al viento; el pan mojado en una yema de huevo; las sombras de las nubes sobre la mole del Galiñeiro; el recibimiento de tu cadeliña cada vez que llegas a casa; el murmullo de los aspersores del riego automático y el verde húmedo de la hierba; el reflejo del sol en el haz de las hojas de acacia o su centelleo en el mar de la playa de Patos con las Cíes al fondo... esas idiosincrasias, esos pequeños grandísimos detalles.


—¿Por qué corres?
Porque puedo; porque hay mucha gente que no puede, que está enferma, que está en los hospitales, y yo puedo, y, como puedo, pues vengo aquí a disfrutar del amanecer, del olor a hierba húmeda, y de estar vivo.

Porque puedo

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