—Oye, ¿sabes por qué una ballena varada en una playa se muere?
—No, no sé; ¿por?
—Porque no se debería morir, ¿no? Es un mamífero, tiene pulmones; oxígeno no le falta; necesitará el agua para mantener la piel húmeda e hidratada de alguna manera, pero de ahí a que se muera asfixiada...
—Ah, pues ahora que lo dices, tienes razón, sí, no me había parado a pensarlo.
—Pues porque la mata su propio peso. Es tan pesada que no puede desplegar el fuelle de sus pulmones y muere asfixiada. Y a mí me estaba pasando precisamente eso.
A finales de la primavera de un año que no consigo precisar de mediados de la década de los 90 del siglo pasado, subí los Lagos de Covadonga en bici. Llevaba en aquella bicicleta Vitus de aluminio plateado un manillar de triatleta de una sola pieza con sus correspondientes acoples para apoyar los codos, que a la escalada precisamente no ayudaba, y montaba un plato pequeño de 36 dientes y una corona grande atrás —sacada por Juan Cerviño de la tienda Biciturbo de una bici de montaña y colocada en la mía de carretera para aquella ocasión—, de 28 dientes. Sigo muy orgulloso del tiempo que hice desde el preciso punto donde comienza la subida, una hora y 15 minutos, que, para un globero que hacía como mucho unos 300 km semanales y dadas mis capacidades y facultades nulas para el deporte, no está nada mal. También me enorgullece pensar que justo antes había hecho unos 40 km de calentamiento por los llanos entre Arriondas y la basílica de La Santina: por entonces mi cuerpo necesitaba esa kilometrada para empezar a funcionar a pleno rendimiento. Pesaba 76 kg. Finito, finito, finito. Parece que fue ayer.
Hace justo un año, sin embargo, toqué fondo, arrastrado por mi propio peso: 106 kg. Me estaba muriendo como una ballena varada en la playa: me sentaba en una butaca o en un sofá y me sofocaba, subía cualquier tramo de escaleras y se me aceleraba el pulso y jadeaba con fatiga. Me estaban matando mi propio peso, 106 kg, y mi sedentarismo.
Era el momento de hacer algo, de poner en marcha el cambio que tantas veces me habían aconsejado y me había dicho a mí mismo que necesitaba, pero para el que no encontraba la motivación ni, siendo sincero, había puesto la dedicación, la constancia y los medios necesarios. Y esta transformación se apoyó en tres factores, en tres puntos que —debo admitir que sin ningún plan previo ni organización premeditada, sino que simplemente fueron ocurriendo espontáneamente— han cambiado mi vida, espero que, si no para siempre, sí para una temporada muy larga.
Me inscribí por primera vez en mi vida en un gimnasio, el del barrio —siempre había huido de los gimnasios, porque en el par de ocasiones en que había probado alguno me habían parecido aburridísimos y que no eran para mí—, y me apunté a una de las clases de spinning. En la primera sesión afurriquei tras apenas 15 o 20 minutos, por supuesto, incapaz de seguir el ritmo, ni en carga ni en cadencia, que marcó el monitor durante 45 larguísimos minutos. Eso sí, no me bajé de la bici en ningún momento ni dejé de pedalear y me quedé hasta el final de la clase, cosa que ese día no pudo decir todo el mundo: uno de los veteranos tuvo que desmontar y tumbarse en el suelo, visiblemente sofocado e indispuesto. Al salir, recorrí los aproximadamente 500 metros que me separaban del lugar donde había estacionado el coche con flojera, piernas temblorosas, y un tanto mareado, sin fuerzas para preocuparme por guarecerme de la lluvia que me iba empapando.
Pero no me rendí. Me compré un reloj-pulsómetro modestito y desde la última semana de octubre hasta las vacaciones de Navidad de 2016 acudí puntualmente a mi clase semanal de spinning. Aprovechando las vacaciones y constatando que mi forma y resistencia iban mejorando, empecé a ir varias veces por semana a las sesiones de ciclo virtual (se proyecta en una pantalla gigante una clase con sus ingredientes típicos: monitor que va aleccionando y animando, música que marca el ritmo en cada momento, indicaciones de duración, perfil, posición, zona deseable de frecuencia cardiaca, carga y resistencia, pedaladas por minuto, etc.) programadas por el gimnasio. Y aquí llegó el segundo factor que desencadenó una transformación radical...
Me encapriché y, aconsejado por mi amigo Antolín Martínez, por Reyes de 2017 me eché a mí mismo un reloj-pulsómetro mejor, un Polar M400 con más prestaciones y funciones, entre ellas, la de monitorización de las horas de sueño y control de la actividad diaria. Espoleado por este Pepito Grillo que, tras introducir mi edad, sexo y mis parámetros fisicos, me marca un objetivo de actividad diaria —cuyo porcentaje de cumplimiento indica en la pantalla—, semanal y mensual que debo cumplir, dije adiós sin darme cuenta y sin esfuerzo al sedentarismo.
Desde que lo tengo, no puedo vivir ni hacer deporte sin él: la relevancia que ha adquirido en mi vida indica bien a las claras, inequívocamente, lo simplón que soy. Estoy todo el día pendiente del relojito y de los datos que envía mediante sincronización al teléfono móvil o al ordenador, del porcentaje de cumplimiento de la actividad diaria que llevo, de cuántos pasos he dado, horas que he dormido —tanto de sueño profundo, reparador, como de sueño agitado—, de las calorías aproximadas que he quemado, etc.. Además, si detecta que paso 60 minutos continuados inactivo, lanza un pitidito y en la pantalla aparece el mensaje «es hora de moverse». La cantidad de datos y estadísticas que ofrece es abrumadora y no aprovecho ni de lejos toda la información que es capaz de proporcionar.
Y last but not least, el tercer pie de este cambio que me ha permitido volver a respirar —y parece que, según los expertos, el que constituye realmente la clave— fue que empecé a cuidar y en muchas ocasiones a medir la alimentación. Tenía la fea costumbre de tomarme una cerveza prácticamente a diario al llegar a casa; los fines de semana, con frecuencia, más de una; comía pan, patatas fritas, otras grasas, arroz, pasta y féculas sin medida, remataba muchas comidas con algo dulce y era, en suma, un pozo sin fondo. A finales de febrero me compré una báscula de esas que no solo indican el peso, sino también los kilos y el porcentaje de grasa corporal, líquido y músculo, y comprobar con qué facilidad se puede perder peso —y ganarlo, y ganarlo— me enardeció y me empujó en la carrera de la vida sana.
Orientado y animado por dos amigos, Jota Muñoz y Antonio Otero, empecé a darle cada tres o cuatro horas a la proteína: queso fresco batido con yogur, lomo embuchado, jamón cocido, etc.. Ahora no compro ningún alimento sin leer la etiqueta de sus valores nutricionales para ver qué porcentaje de grasas, hidratos, azúcares y proteínas contiene, e intento que en cada comida del día haya un contenido proteínico mínimo. Además, como a fame é neghra, me he dado a las frutas y a las verduras, que antes casi no tocaba. Mi objetivo diario es estar en déficit: ingerir menos calorías de las que consumo. No me preocupa a qué horas como ni creo en que haya alimentos prohibidos a ciertas horas —por ejemplo, justo antes de acostarse o frutas e hidratos a partir de mediodía—, sino de quemar todo lo que trago y más. Eso no quita para que, llegado el día, se pueda cometer un exceso e ir de comilona con amigos o familia y no me pongo repunante con lo que me dan de comer, faltaría más, que de eso ya pequé de joven bastante.
Por otra parte, como al perder peso me dicen que se corre el riesgo de perder masa muscular, a principios de abril empecé en el gimnasio un plan de tonificación muscular. Jamás había levantado una pesa en mi vida y no es que ahora levante grandes masas ni mucho menos —seamos sinceros, que, aunque anchote, soy un alfeñique sin calidad muscular—, pero, ayudado por el cambio en la alimentación y la subsiguiente pérdida de grasa, tras algo más de seis meses, en mi cuerpo han empezado a definirse unas líneas que jamás, ni siquiera en mis años mozos, había tenido. Y me siento más fuerte, ágil y sano que nunca. ¿Qué más se puede pedir!
Ah, y por si hay algún lector receloso o preocupado por mi salud, es el momento de decir que por precaución este pasado mes de octubre recién he ido a hacerme unos análisis de sangre y de orina: los resultados han sido inmejorables, la doctora me felicitó y me animó a seguir por este camino.
Ahora soy consciente de que hay algo —un algo que no sé explicar ni describir, un je ne sais quoi, un clic— que a cada uno le llega cuando le llega y que procede del propio interior, con frecuencia sin saber qué lo activa, qué lo dispara... y que es inútil proponerle ni solicitarle a alguien un cambio desde fuera: o sale de uno, o no hay nada que hacer.
Ahora soy consciente de que hay algo —un algo que no sé explicar ni describir, un je ne sais quoi, un clic— que a cada uno le llega cuando le llega y que procede del propio interior, con frecuencia sin saber qué lo activa, qué lo dispara... y que es inútil proponerle ni solicitarle a alguien un cambio desde fuera: o sale de uno, o no hay nada que hacer.
1 de noviembre de 2016: 106 kg; 1 de noviembre de 2017: 83 kg. Desde lo alto de esta pirámide, 23 kilos nos contemplan. ¡Victoria!
Porque puedo
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