Los 42195 del 780


Gutta cavat lapidem non vi,
sed saepe cadendo

Labor omnia vincit

¿Que por qué corro? ¡Porque puedo, porque estoy vivo!

42195 metros a un ritmo de 5 min/km, 152 latidos y 190 zancadas por minuto de promedio, 3 horas, 30 minutos y 53 segundos netos (3:31:04 brutos, en el puesto 397.º de 1081 participantes, 43.º de 139 en mi categoría de edad), unos 40 000 pasos y 3178 calorías después, puedo alardear con orgullo de que soy maratoniano.

¿Quién me lo iba a decir a mí! A mi provecta edad y con un cuerpo con escasísimas —por no decir nulas— aptitudes físicas, soy la prueba palpable e irrefutable de que con trabajo, esfuerzo, sacrificio, disciplina, sistema, método, rutina, determinación, constancia, empeño, tenacidad y tesón se pueden conseguir grandes objetivos y alcanzar metas aparente e inicialmente fuera de nuestro alcance.

Como ya he contado por aquí, hasta noviembre de 2017 yo no corría; siempre me había sentido incapaz de correr y aunque lo había intentado en no pocas ocasiones, jamás había conseguido engancharme ni le había cogido ningún gustillo, principalmente porque me resultaba una tortura, un martirio, y un sufrimiento. ¿Y qué cambió entonces para que esta vez sí prendiese la llama? Pues ni yo mismo sabría decirlo, así que le echaré la culpa a la edad, a la madurez y tal vez también a un cierto masoquismo no exento de misantropía.

Estoy doblemente orgulloso, además, porque este éxito me lo he trabajado y labrado yo solito —otra vez la misantropía—, sin guías, entrenadores, gurús, ni compañeros; sin más información, ayudas ni planes que los que yo mismo me he ido procurando por Internet; desoyendo en ocasiones voces negativas o desalentadoras que me aconsejaban no por mal, sino por temor por mi salud e integridad, que no apuntase tan alto y que fuese conservador y prudente. Si me lesionaba, rendía o fracasaba, la carga de la responsabilidad sería exclusivamente mía. Pero como nada de eso ha pasado, se deduce que...

Es muy cierto que me había propuesto correr este maratón en tres horas y media. Dejo a juicio y consideración del lector sagaz si los 53 segundos en los que me he excedido de los 12 600 inicialmente marcados como meta constituyen un fracaso y, de ser así, en qué grado. Ya el 28 de marzo pasado el test de Gavela me había advertido amenazadoramente de que no iba a ser capaz de cumplir mi objetivo de 3:30, porque el segundo 6000 lo había hecho a 4:31 mins/km y no en los deseables 4:26. Pero me empeñé en desoírlo. Creo, visto lo visto y corrido lo corrido, que acertadamente. Y quién sabe cuánto podría haber rebajado ese crono si en la vuelta de Patos a Samil, casi llegando a Mide, no hubiese tenido que pararme a atender la llamada de la madre naturaleza medio oculto por discreción y decoro tras una marquesina de autobús.

En cuanto a la carrera en sí, me quedo per saecula saeculorum con varias cosas:
  • Después de asistir a numerosas pruebas, de tipos y distancias variadas, puedo afirmar sin lugar a dudas que la organización de la Vig-Bay es con diferencia la mejor y la más profesional. Todo lo que está en su mano sale irreprochablemente bien. En todas las demás carreras, siempre he encontrado algún pero pequeñito, algún defectillo, pero en esta prueba todo es perfecto, lo cual tiene mucho mérito dada la envergadura del acontecimiento. No puedo dejar de señalar y agradecer aquí el trabajo perfecto de la liebre a la que intenté seguir —Alfonso López se llama este buen hombre, dorsal 1227— que entró en meta cumpliendo a rajatabla con una marca de 3:29:29.
  • La inquietud que sentí en la línea de salida cuando me percaté de que mi liebre y muchos otros corredores portaban en la tobillera su chip amarillo de Championchip Norte. Si lo llevaban en la tobillera y no en los cordones de la zapatilla, significaba que se lo habían puesto adrede, deliberadamente, y no como automatismo, ni que se les hubiera quedado en la zapatilla desde una carrera anterior... Soy propietario del mismo chip amarillo, pero entendí —al final se demostró que acertadamente— que con el chip integrado en el dorsal era suficiente. Esta inquietud me asaltó y perturbó en diversas ocasiones a lo largo de la carrera, pero conseguí arrinconarla hasta finalmente despreocuparme y olvidarla con el paso de los kilómetros. En los momentos en los que más me inquietó preferí adoptar una actitud positiva y pensar que no tenía ninguna importancia no salir en ninguna clasificación, ni aparecer en ningún registro, porque yo siempre sabría qué había hecho y que lo bailao nadie lo me lo podría quitar jamás.
La grupeta de las 3:30 a su paso por Area Loura, km 35; poco después, en Monte Lourido, se desintegraría por completo y en el km 38 yo quedaría descolgado; puedo decir con orgullo, sin embargo, que de los que figuran en esa fotografía solo la liebre y otros tres corredores llegaron a meta antes que yo
  • Como contraste con el último punto de esta enumeración, el anticlímax que me resultó la llegada a meta. Tal vez se debió a la meteorología pachuchiña del día, tal vez al hecho de que, a diferencia de la mayoría de corredores, no me esperaba nadie ni tenía a quien abrazar, quizás el llegar más o menos en solitario y no en pugna al esprint con otros competidores a los que felicitar tras cruzar la meta, o tal vez se pueda señalar a mi fatiga, pero el caso es que al llegar, a mi alrededor solo sentí vacío y un silencio tan absoluto como el de los conticinios más serenos... Ninguna de esas emociones que todos los que acaban una maratón dicen grandilocuentemente que te asaltan y te embargan. Eso sí, a unos 300 metros del final oí que alguien pronunciaba muy sorprendido mi nombre, como si no esperase verme en esa situación; lamento no saber de quién se trataba, pues no giré la cabeza, concentrado y forzado como iba en mi modesto y exiguo arreoncito final por arañar los máximos segundos posibles. El hecho de que pudiese oír esa voz con nitidez deja bien claro que lo que se dice ambiente y jaleo en meta mucho precisamente no había.
  • La cordialidad, la camaradería y la deportividad exquisitas entre los corredores con los que tuve oportunidad de codearme tanto a la salida como durante la carrera: ni un solo mal gesto, ni una sola palabra fea; cualquier mínimo roce, codazo o tropezón se solventaba con un perdón pedido por ambas partes aunque estuviese meridianamente claro que una no era culpable de nada; y también la colaboración a la hora de pasarse botellas de agua o fruta en los puntos de avituallamiento cuando a alguien le había resultado imposible aprovisionarse por no estar bien situado.
Km 36,5, sobre el enladrillado desvencijado de Monte Lourido, nuestro particular y modesto Old Kwaremont, exultante por llevar un minuto de ventaja sobre el tiempo previsto, minuto que habría de dilapidar en los cuatro últimos kilómetros— ante la mirada atenta de un espectador
  • La extrañísima sensación a lo John Rambo que me invadió entre los kilómetros 26 y 30, una especie de alucinación que no había sentido jamás en virtud de la cual no sentía las piernas: no había dolor ni sufrimiento en absoluto y ellas seguían trabajando como hasta entonces, con la misma cadencia y potencia —o en mi caso particular, más bien, impotencia—; en una especie de ensoñación, bajé la vista repetidas veces, asombrado e incrédulo, para cerciorarme de que seguía teniendo gambas, pues de cintura para abajo no sentía nada, tal como si me hubiesen inyectado una epidural. Incluso me daba la sensación de ir desnudo, sin pantalones, e insistía en mirar hacia abajo para asegurarme de que seguía vestido.
  • Del mismo modo, entre los kilómetros 38 y 41, me pareció que la amortiguación y reactividad de mis fieles y mulliditas Fresh Foam Beacon habían desaparecido y que corría con unas rigidísimas zocas de madeira. En realidad, lo que ocurrió es que ahí topé con mi muro: mi motor no daba para más, aunque creo firmemente que el cerebro se rinde antes que el cuerpo... ya que en el km 42, al tener la meta a la vista, volví a avivar el ritmo hasta casi alcanzar la misma velocidad de crucero que en los kilómetros menos malos.
  • A diferencia de mi primera experiencia en una prueba de esta exigencia —el Medio Maratón Vig-Bay del pasado 2018— en la que fui tan responsabilizado y reconcentrado en controlar ritmos, respiración y pisada que en una especie de hipnosis de la autopista pasé por la mayoría de kilómetros sin enterarme ni disfrutar de nada, este maratón la he degustado y saboreado a fondo en todos y cada uno de sus 42 195 metros: quizá por tener más horas de vuelo y ser más experimentado en estas lides, no he podido disfrutar más y pasé 211 minutos sensacionales, magníficos, gloriosos e inolvidables que me dejan un subidón para una buena temporada.
  • Y dejo adrede para el final el mejor de los recuerdos que me llevo en el corazón: el ambientazo emocionantísimo, vibrante, ensordecedor, del giro del km 21 en Samil: los espectadores congregados allí —muchos de ellos supongo que corredores de la media maratón que saldría poco después— aplaudieron y jalearon sin parar durante muchos minutos a los corredores de la maratón. Realmente se enardecía uno, se ponía la piel de gallina y se sentía como un atleta profesional en un estadio olímpicoHarold Abrahams y Lord Andrew Lindsay corriendo alrededor de la arcada del Caius College de Cambridge (en realidad, David Burghley, y no Abrahams, en el Trinity College en 1927; Burghley fue el primero en completar los 367 metros de la Great Court Run en los 43,6 segundos que tarda su reloj en dar las 12 campanadas del mediodia). Atesoraré, agradecido y orgulloso, esa sensación y esas emociones de por vida, sensaciones que me recuerdan también a las experimentadas al cruzar el Casco Vello de Vigo en la carrera de San Silvestre que se celebra cada 31 de diciembre.
¿Volveré a correr otro maratón? Never say "never", pero si me lo preguntasen ahora mismo, mi respuesta sería negativa. No por la carrera en sí, en la que no padecí grandes agobios ni sufrimientos, sino por la exigencia previa que supone. Cientos de kilómetros —solo en los primeros tres meses de este 2019, más de 600— que, aunque sarna con gusto no pica, suponen muchas horas de padecimientos necesarios y casi imprescindibles para después superar la carrera con solvencia, amén de otros sacrificios —alimentación cuidada, observancia del descanso y bastantes otras privaciones y deserciones— que representan un peaje y un gravamen onerosos que no se pueden pagar un semestre sí y otro también... Hay otras carreras, otras distancias, otras modalidades y otros retos. Y hay, por supuesto, más cosas en la vida. Y más importantes.

Porque puedo

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