La última


Una tarde de sábado gris y tristona de finales de invierno o de principios de primavera a finales de la década de los 70 o a principios de la de los 80, vi por la UHF junto a mi abuelo materno una carrera de lo que entonces, tiempos del palentino Mariano Haro y la turolense Carmen Valero, llamábamos todos «campo a través». Tal vez se tratase del Campeonato del Mundo de 1981, disputado en Madrid, pero no podría afirmarlo con seguridad.

Como de costumbre y muy al contrario del uso mayoritario actual comodón, infantiloide y arribista tan bien descrito por el sustantivo inglés bandwagoner —en virtud del cual el Madrí o el Barsa cuentan cada día con más adeptos—, mi abuelo, muy elegante, gallarda y empáticamente, se ponía del lado del teóricamente débil —como ya había contado por aquí a propósito de la batalla de Glasgow—, del desfavorecido por la vida o del maltratado por la geopolítica y la lotería demográfica de haber nacido en países empobrecidos, que no pobres, por abusos colonialistas y desastres naturales. Y como para mí mi abuelo siempre fue una referencia, una voz admirable y digna de escuchar y tener en cuenta, allí estábamos los dos animando a un grupo de negritos —vete tú a saber si etíopes o keniatas, que por entonces nadie decía kenianos, como prácticamente se nos ha impuesto ahora— aparentemente esmirriados, enclenques y famélicos, que no corrían, sino que volaban con una facilidad, una ligereza y una gracilidad envidiables.

Aquellos africanos dominaron la carrera con una superioridad insultante, aplastante, pasmosa y se disputaron entre ellos el triunfo final. O eso creían los pobres, porque cuando recién habían traspasado la línea de meta, sonriendo alborozados y con los brazos en alto, sonó la campana que indicaba que aún faltaba una vuelta.

A la izquierda, Miruts "the Shifter" Yifter; a la derecha Mohamed Kedir 
(¡de solo 45 kg de peso!), vencedores morales del 
Campeonato del Mundo de Cross de 1981
Desconcertados y mirando alrededor sin saber bien qué pasaba, reemprendieron la marcha, pero ya les habían roto el ritmo, habían perdido el flow, como se dice ahora, y aunque porfiaron hasta el final con tesón, a la hora de la verdad se vieron superados, aunque por poco, por blanquitos apuestos y atildados —si es que un corredor de fondo, jamelgo desgarbado por definición, puede, al final de una carrera, estar atildado—. Recuerdo que ganó un guapito de cara estadounidense, tal vez Craig Virgin. Mi abuelo no gritaba, ¡bramaba! Escandalizado, enfurecido y solidarizándose con los que él siempre llamaba «morenos», aludía a alguna encerrona o algún tipo de conjura para favorecer a los occidentales por encima de aquellos muertos de hambre mandingos indignos de la consideración del primer mundo. Y la verdad es que en ninguna cabeza biempensante cabía el hecho de que todos los atletas excepto aquellos africanos supieran exactamente cuántas vueltas debían dar al circuito, y que tampoco consiguiesen oír el tañido de la campana que marcaba el último paso por meta. Hoy en día, tal vez algo romántica, quijotesca, y conspiranoicamente, sigo pensando que aquella tarde de televisión (en casa de mis abuelos ya había televisión en color, pero yo no puedo evitar recordar aquella tarde en blanco y negro) a los negritos los timaron.

¿Y por qué ahora, unos 40 años más tarde, se ha producido la conexión neuronal que me ha traído el recuerdo de la santa y justa ira de mi abuelo ante el atropello sufrido por los atletas africanos en la última vuelta? Pues porque es costumbre bastante extendida entre monitores de gimnasio, entrenadores deportivos y profesores de gimnasia —los buenos de verdad, los de Educación Física, no necesitan de estas tretas— engañar a sus pupilos y clientes diciendo que ese ejercicio, ese esfuerzo, esa sentadilla, esa pedalada, ese abdominal o esa flexión es la última.


Como me manejo por la vida —como saben sin lugar a dudas los que bien me conocen— con el lema y el mantra que enuncio con la exclamación «¡sólido, cojones!» en virtud del cual no entiendo, al contrario que un asténico, otra cosa que no sea dar el 100 % en ninguna actividad sea de la naturaleza que sea —lúdica, profesional o mismamente vital—, esa mentirijilla me resulta totalmente pueril, gratuita y desmoralizadora, pues para mí, «último», al contrario que para esos monitores a los que señalo, siempre significa única, exclusiva e inequivocamente, «final, definitivo, postrero, que está al final de una línea, una serie o una sucesión y que no tiene a ningún otro detrás».

Yo no necesito, no quiero y, sobre todo, no acepto que me engañen diciendo venga, que esta es la última y que luego me endilguen otra u otras de propina porque, como también soy simplón y de inteligencia bastante reducida y no entiendo dobles sentidos ni capto ironías, cuando oigo que esa es la última, lo doy todo, me vacío desprendida, noble y generosamente, sin guardarme nada, y me quedo vacío, muerto, sin fuerzas, con el culo al aire.

A mí dime sinceramente cuántas penas quedan, sin añagazas ni filfas, que ya me regularé y dosificaré yo solito: lo contrario es hacerme perder la fe, quebrarme el ritmo, despojarme del flow, quitarme las ganas, burlarse de mí y timarme figurada y literalmente, tal como hace unos 40 años en aquel circuito occidental estafaron a los negros tercermundistas. Y no volveré a creerte ni podré confiar en ti.

Porque puedo

P.D.: un magnífico amigo me acaba de dar el alegrón de confirmar lo que mi memoria me hacía intuir nebulosamente: la carrera que yo recordaba sí era el Mundial de Cross de 1981, disputado en el hipódromo de La Zarzuela en Madrid. En la crónica publicada por el diario El País el domingo 29 de marzo de aquel año, Juan Mora escribió:

(...) Prieto fue el único que respondió al ataque hasta el «loco» kilómetro nueve de los etíopes. Balcha, Kedir y Nedi sprintaron al llegar a la recta de tribunas, Tura, Yifter y Kotu quedaron algo atrás, y al pasar por la línea de meta se pararon al creer, sin fundamento alguno, que la carrera había terminado. Cuando quisieron reaccionar, Mamede, Goater, Virgin, Prieto y De Castella, que venían inmediatamente después, junto con Berhanu Girma, redujeron unas distancias decisivas. Virgin fue el que tuvo más fuerza para aprovecharse de este despiste y situarse en cabeza. Kedir sólo le aguantó hasta que faltaban doscientos metros para la meta.

Rescata de la memoria esa crónica nombres como los del toledano José Luis González —un chuleta sobrado y arrogante, bien retratado por Mora en su crónica, al contrario que su coetáneo cántabro José Manuel Abascal, siempre bonachón, humilde, modesto y sonriente—, el rubio menudito, luchador incansable, Antonio Prieto, la infaustamente malograda Grete Waitz, Fernando Cerrada, el portugués Fernando Mamede, el gigante australiano bigotón Robert de Castella o, entre los júnior, Abel Antón.

Crónica del domingo 29 de marzo de 1981 en el diario ABC

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