Domingo de principios de primavera. El cielo está totalmente despejado y, tras la lluvia de los últimos días, el aire está fresco, limpio, nítido, casi se puede cortar. Todo parece nuevo. La ciudad está prácticamente desierta, reluciente, preparada para que la estrenemos nosotros. A lo lejos se oyen los rumores de los últimos supervivientes de la noche que aún inician la recogida. De otra calle llegan las risitas de un trío de quinceañeros que han madrugado para vender cruasanes y bollos. El resto de la actividad es la que despliegan los quiosqueros abriendo sus negocios y la del escaso transporte público que circula a estas horas.
Son casi las nueve. Llego a la Plaza de España, junto al quiosco, nuestro lugar fijo de partida para la ruta de cada domingo. ¿Adónde tocará hoy? Que sea por la costa, por favor, algo llanito, que con tanta lluvia hace tiempo que no entreno nada y hoy, aínda por riba, me he levantado todo entumecido, con las piernas pesadas. Y el aire aún está frío, que no ha habido días de sol fuerte. Por el interior no, por favor, que hace más fresco y estará todo aún mojado. Por no hablar de mi bandullo y mi culo gordo. Y de los repechos continuos. Sube y baja, sube y baja, curva y más curva y vuelta a subir y vuelta a bajar.
Ya está allí J.B., el tocayo de mi abuelo y, como él, siempre positivo, siempre atento a mí y preparado para ayudarme en lo que sea. Un poco antes que yo llega J.M., también siempre de buen humor, aunque, visto lo visto, uno no puede evitar preguntarse por qué. Y J., el capitán canoso del puerto. Hace poco que se ha unido, viene animoso, con sus ojos azulísimos y mucho entusiasmo, y no parece importarle que bromeemos por sus calcetines por encima del culotte largo. Y F., el médico de Camelias, miembro oficioso... me dicen que si no se hace oficial es porque no puede ser que un celador, líder espiritual y el que carga con todo el trabajo, esté en el escalafón del grupo por encima de él, por mucho que esto sea un equipo ciclista... pero, por lo que llevo hablado con él, me parece muy difícil de creer. F.D., un buenazo, llegará tarde, como casi siempre, con algún problema de los suyos, pero todo el mundo se lo perdona: sin él este club no existiría. Y S., siempre tan correcto, tan educado y tan moderado, tan agradable y civil, con esa gracia especial para hacer bueno cualquier chiste, incluso los malos... y extrañamente, en un rasgo que tal vez diga más de su personalidad que cualquier otro, las uñas comidas al máximo, con las cutículas totalmente mordisqueadas... mucha tensión contenida debe de pasar en su trabajo. También están C.,¡ y C., los dos carteros, M. y el otro, cuyo nombre nunca recuerdo, y está C. el pintor del brazo encogido, y el otro F., el de bigote, el del Banco Herrero, también agradabilísimo y siempre pendiente de mí. Somos un buen puñado hoy. Se nota que por fin ha salido el sol y la temporada cicloturista está próxima a empezar. Hay un punto filipino, sí, el enmarcador, un tipo medio bobo y algo autista, pero bueno, menos mal, podía ser peor la cosa. Extrañamente aún no ha llegado M.. Qué raro, pero si él no perdona ni un domingo. Por no perdonar, no perdona el día de Navidad ni el de Año Nuevo. Se nos unen tres o cuatro caras más, no llevan nuestro uniforme, azulón y rosa, pero no nos molesta en absoluto. Cuantos más seamos, mejor, seremos más visibles, iremos más seguros y repartiremos los esfuerzos.

—¿Pero adónde narices vais? ¿Pero qué hacéis? —dice, con acento castellano, el recién llegado—. Venga, vamos hacia Ponte Caldelas, no tenéis ni idea, ¿pero adónde iríais vosotros por ahí abajo? Venga, venir detrás mío.
Hay un momento de duda. Nadie dice nada. No nos atrevemos a rechistar. Dos o tres se miran entre ellos, pero todos vamos cambiando de orientacion sin manifestar oposición y, en lugar de bajar hacia As Travesas, como muy espontánea y democráticamente habíamos acordado, enfilamos hacia Pizarro para subir, cruzando O Calvario, hacia Barreiro y luego hacia Peinador por la carretera del tranvía para bajar a Os Valos, subir Nespereira, Pazos de Borbén etc. Precisamente de O Calvario vengo. Si lo llego a saber ya me espero allá arriba y no me doy este sofocón, con lo que me costó levantarme hoy, pienso, perezoso. ¿Quién se ofrecerá a pagar el desayuno? El tesorero seguro que no, para algo es tesorero y sabe cuidar bien los dineros. Sobre todo los propios. La última vez que vine, en Bueu, pagué yo y J.B. me lo recriminó. No se te ocurra volver a hacerlo, eh, ¿tú eres parvo o qué? Que paguen otros, que aquí hay mucho amarrao. Y tienen más que tú. Pero él falta a su palabra con asiduidad y es de los primeros en pagar.
A mitad de la calle Pizarro nos adelanta un coche a toda velocidad con las ventanillas bajadas de las que sale la cacofonía ensordecedora, machacona y chirriante del chunda chunda. Se acaban de saltar un semáforo en rojo. Un semáforo, que nosotros sepamos. Cuántos llevarán. Dos de sus muchos pasajeros, recién salidos de un after de esos de los de horario industrial, se asoman para meterse con nosotros: ¡Induráin, Miguelón, dale duro que hoy ganas, dale Induráin, písale! y se ríen burlones. La misma tontería típica de estos tiempos, la misma repetición aburrida sin gracia ninguna. Se creen muy originales y se les ve muy felices y orgullosos. De vez en cuando hay alguno un poquitín, solo un poquitín más informado, que nombra a Chozas, a Cubino o a Olano. Hace diez años se habrían acordado de Perico, de Pino o del padronés Jesús Blanco: ¡Dale duro, Pino, venga, fuerza! Veña Suso, dalle, ho! Los despreciamos olimpicamente, pues estando tan perjudicados como están es mejor es que nos dejen en paz y que se alejen lo máximo posible. Menos mal que tienen el hospital cerca. Tal como van puede que no lleguen a casa. Se jodan.

—Ai, Delio, campión, dalle, Delio, dalle! Veña, Delio, aí! Aí, Delio, duro, non pares, Delio!
Pocos piropos mejores puede haber para un gallego en bicicleta.
Porque puedo
Delio Rodríguez Barrios (Ponteareas, 1916- Vigo, 1994)
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