41,09 %: ¡Menudo viaje!

Ironman no —aún no—, pero un ferrote, sí. 

Al alba y con tiempo duro de levante... Bien estaría que así, al estilo de Federico Trillo glosando la gloriosa reconquista del valiosísimo y muy estratégico islote de Perejil, empezase el relato de mi 41,09 % de Ironman, pero es que la realidad no sucedió precisamente de esa manera. Fue poco después del alba mi salida, sí, a las 8:33:15 de la mañana del domingo 19 de septiembre, —18 minutos y 15 segundos después de la salida del primer participante—, con tiempo fresquito y sin apenas viento. Y digo mi 41,09 % porque en la edición de este año la prueba Desafío Islas Cíes no llegó a la distancia Half Ironman a causa del recorte en el sector de la bicicleta, de 90 a 70 km (para no mantener cerrada al tránsito la carretera de la vía entre Canido y A Ramallosa durante excesivas horas), forzado por las salidas escalonadas a las que obligan las restricciones pandémicas.

La previa

Cuando solo me faltan 3 meses para cumplir 54 años y después de disfrutar a lo grande y sufrir a partes iguales durante 138 sesiones de entrenamiento, 131 horas y 1735 km (en realidad fueron muchos más km, ya que una parte considerable de la preparación en bicicleta tuve que hacerla en una bici estática de las de spinning en el gimnasio) repartidos entre la última semana de junio y el 18 de septiembre —de un plan de preparación específica de 12 semanas con solo seis días de descanso sin actividad deportiva de ningún tipo—, no pocas noches de mal dormir, preocupado por los preparativos y desvelado por la incertidumbre y la inseguridad, algún que otro agobio y ataque de pánico en los entrenamientos de natación en aguas abiertas, un aquelarre nazi, canalla e infame, perpetrado allá por la luna de agosto y una fractura del radio derecho a finales de junio que casi da al traste con todo el proceso cuando ni siquiera había empezado la fase final de 12 semanas y de la que todavía hoy no estoy recuperado al 100 %, me he probado algo a mí mismo: he cumplido un objetivo que no solo imponía respeto, sino que era y debía ser temido y que, al mismo tiempo, no era inalcanzable ni utópico, a pesar de mis escasas y pobres cualidades físicas.


Para ello he tenido que hacer del entrenamiento un estilo de vida con los inconvenientes, pero también con las ventajas, que ello supone: el entrenamiento es un método inmejorable, casi inequívoco, para conocerse. Y más vale disfrutarlo y pasárselo bien con él, porque exige gran fuerza de voluntad, constancia, sacrificio, disciplina, dedicación, esfuerzo, organización y, sobre todo, tiempo, un tiempo que en su mayor parte hay que afrontar en solitario.

No faltó quien, con la mejor voluntad y no descarto que incluso con admiración e intención elogiosa, me dijese lo atrevido que era por estrenarme en este deporte con un reto de esta dificultad, duración y envergadura, pero es que las distancias inferiores (sprint y olímpica) son más intensas y vivas, no apropiadas para un motorcito diésel como el mío, sin chispa ni velocidad. En esta modalidad de Medio Ironman lo importante es el fondo, la resistencia y la fortaleza mental para no rendirse en los momentos de bajón que, inevitablemente, surgen en algún momento a lo largo de tantos minutos.

Esta participación no ha sido fruto de un capricho ni resultado de un impulso súbito, sino un anhelo que arrastro desde finales de los años 80: ya por entonces me quedaba embobado mirando a los participantes en triatlones, deslumbrado por sus cabras, manillares aerodinámicos y vistosas indumentarias, y envidioso de su fortaleza, vigor y resistencia, pero, infravalorándome cobarde y apocadamente, no me atrevía a dar el paso. Y ahora, por fin, puedo tachar ese ítem de mi bucket list. 

Por una especie de paranoia inexplicable que me dio —tal vez por miedo al fracaso, a no estar a la altura y no poder cumplir, a defraudar expectativas, o tal vez por prevención tras la fractura de codo, al ver cómo en un solo segundo las cosas se pueden torcer o arruinarse por completo— mantuve este objetivo mío completamente en secreto. Solo conocían de él mi familia más cercana y mis compañeros de entrenamientos. Tal vez acerté pues, como dijo mi madre al enterarse, gracias por no hacernos sufrir en directo.

El domingo 19

Con la excitación desperté poco después de las 4 de la mañana y apenas pude volver a dormir. Menos mal que previsoramente me había acostado temprano y había logrado dormir las horas suficientes de sueño profundo, por lo que me sentía fresco, despejado y descansado.

Tras la preceptiva toma de temperatura por parte de un miembro de la organización con una especie de pistola con la que me apuntó en la frente, entré en la zona de transición poco antes de las 7:30 y me sorprendí a mí mismo sonriendo amplia y abiertamente, flotando exultante, satisfechísimo, lleno de alegría y satisfacción, y muy pancho y confiado: ¡Por fin estoy aquí, por fin es el día!

Mis preocupaciones eran el estado del mar —que me había asustado por lo picado y agitado que estaba el sábado por la tarde cuando obligatoriamente hubo que dejar la bicicleta en la zona de transición— y el hecho de que no íbamos a poder calentar en el agua y aclimatarnos a su temperatura y condiciones. Por fortuna, el domingo el mar no podía estar más tranquilo y el agua tener mejor temperatura: ni la noté al entrar, aunque aquí tal vez también entre en juego la adrenalina. Lo que sí me afectó fue no poder calentar en el agua: a las 8:00 debíamos estar todos en la zona de transición, donde quedamos confinados, y al ser mi salida a las 8:33 y haciendo fresquito como hacía a esas horas, no tenía sentido mojarme para después estar empapado, frío y parado durante más de media hora. Eso lo pagué no pudiendo ajustar las gafas correctamente, de manera que, una vez empezada la natación, hasta tres veces tuve que pararme, con la consiguiente pérdida de tiempo, para vaciar el agua que se había filtrado y apretarlas convenientemente. Por suerte, antes de la primera boya ya estaba resuelto ese problema.

La natación se me pasó bastante rápidamente, sin mayores agobios ni sufrimientos, y ahora agradezco la gran cantidad de veces que fui a nadar al mar este verano y los malos ratos que pasé, porque esos malos ratos, esas ansiedades y esas fobias me entrenaron para que el día de la carrera estuviese tranquilísimo y que todo me saliese fluido. Me da la impresión de que nadé más rápido que nunca y lo único negativo, aparte de lo ya reseñado del desajuste de las gafas, fue que hice más metros de los necesarios, especialmente en la segunda vuelta al circuito. A saber cuál hubiese sido mi tiempo de haber ido derechito por el camino más corto, seguramente mucho menor de los 46 minutos y 15 segundos (a un ritmo de 2:26 cada 100 m; aunque Strava, que registra todo el trayecto, independientemente del recorrido fijado, me da un ritmo de 2:01 cada 100 m) que indica el cronometraje oficial. El único momento de cierto agobio, para el que necesité relajarme y autodominarme, fue la segunda entrada en el agua tras la salida a tierra entre una vuelta y otra: al correr por la arena, medio desestabilizado y con las piernas gelatinosas, se acelera la frecuencia cardiaca, pulsaciones que me convenía bajar para nadar a gusto y a una velocidad estable asumible.

Fin del sector de la natación. Al contrario de lo que creía y para
lo que me había mentalizado, no fui el último en salir del agua

Ambas transiciones, la del agua a la bicicleta y la de la bicicleta a la carrera, me salieron bordadas y sin titubeos para ser un debutante. Me había estudiado bien la lección, las tenía perfectamente preparadas y mecanizadas, así que en la primera tardé exactamente 5 minutos (había un desplazamiento largo desde la playa hasta mi bicicleta, tenía que quitarme el neopreno, ponerme los calcetines y calzarme y salir pitando empujando la bici hasta la línea de montaje) y conseguí remontar un puesto, mientras que en la segunda invertí 1 minuto y 48 segundos, con lo que remonté 4 puestos más.

El sector de la bicicleta no pudo ir mejor. Mi previsión era hacer los 70 km en 2 horas y 45 minutos, pero conseguí parar el cronómetro en 2 horas, 9 minutos y 9 segundos, a una media de 32,52 km/h. Fui conteniéndome y frenando la caballería para reservar fuerzas para la carrera —o eso creía yo— y comiendo y bebiendo puntual y religiosamente según el plan que me había trazado. Los números de la organización indican que en ese sector perdí 15 puestos y así será, pues los chips y aparatos de cronometraje no mienten; en todo caso, me fui concentrando en que no me adelantase ningún dorsal más alto que el mío mientras que yo sí adelanté al menos a 15 ciclistas con un número más bajo. Lamentablemente, me vi obligado a hacer una parada para orinar en la que, según Strava, perdí 2 minutos, lo cual inevitablemente hace que la velocidad media resultante baje y que se pierdan puestos. A mi favor aquí no puedo dejar de señalar que con grandísima diferencia yo era el participante con la peor bicicleta de todas, con la más pesada, la más vieja, fachosa y desfasada y con el peor material y accesorios. Daba una tremenda envidia ver las máquinas modernas, ligerísimas y aerodinámicas a más no poder, que llevaban los demás, las ruedas, los manillares, los ciclocomputadores, etc. Cuando mi hijo mayor me dé permiso, intentaré hacerme con una cabra como Dios manda.

Inicio del sector de la bicicleta, en la única cuesta del circuito,
la subida de Canido a la Carretera de la Vía

Es un placer y una tranquilidad rodar con la seguridad de tener la carretera cerrada al tráfico, pues se puede concentrar uno en mantener la posición aerodinámica y dar pedales e incluso apartar la vista de la carretera durante tramos prolongados; además, al no tener que circular por los arcenes, se reducen considerablemente las posibilidades de llantazos y pinchazos; sin duda va uno más rápido incluso sin querer. Por otra parte, rodé tranquilo y sin ningún problema con el drafting (lo que en el mundo del motor se conoce como rebufo o, en román paladino, chupar rueda) ni con las sanciones, asunto que me tenía un tanto preocupado al no tener ninguna experiencia en este tipo de pruebas.

Rodando junto a la playa de Canido, cerca ya del final del sector de bicicleta

Las sesiones intensivas de entrenamiento dieron sus buenos frutos y pude mantener la posición acoplada al manillar con total comodidad, sin fatiga ni dolores de cuello y hombros, durante la totalidad del sector excepto, claro está, en los momentos de comer, en las rotondas complicadas, los giros de 180 º a cada extremo del circuito y parte del tramo de enlace entre la zona de transición y la Avda. de Ricardo Mella. El único contratiempo, como ya dije antes, fue la vejiga, que tras la mojadura del baño, pedalear con la ropa empapada y la presión del perineo contra el sillín (a pesar de ser este conveniente y confortablemente acanalado), me dio la lata con persistencia acuciante.

Giro de final de vuelta, junto a la antigua estación de tranvía en Canido

Y el último sector fue el que, inesperadamente para mí, peor salió. Mi intención era hacer esa media maratón final en 1 hora y 45 minutos, a un ritmo de 5 minutos por km o incluso más rápido, y sinceramente creo que estaba bien entrenado para ello. Sin embargo, esos 21,1 km me llevaron 1 hora, 51 minutos y 23 segundos, a una media de 5:17 por km y solo conseguí correr por debajo de 5 minutos el km en cinco de ellos; de nuevo volví a perder tiempo con otra parada obligada para orinar en el km 11. Con todo, conseguí en ese sector final remontar 24 puestos.

¿Correr una medio maratón tras nadar 1,9 km y pedalear 70 km?
Tú debes de estar loco.

Y una vez más, tanto sufrir en los entrenamientos, tanta disciplina y tanto método produjeron sus buenos réditos, pues en los 14 últimos km de la carrera sufrí de lo lindo —especialmente en la última vuelta— pero no me rendí y luché hasta el final, adelantando a 3 corredores en el último km.

Lo único que me resultó un tanto descorazonador y un poco de anticlímax es que, al haber sido las salidas escalonadas, al estilo contrarreloj, los últimos en salir —que, además, solemos ser los más lentos— nos encontramos tanto en la bicicleta como en la carrera, con una última vuelta con los circuitos vacíos de participantes y de público, sin ambiente... se siente uno bastante soliño y es un contrapunto triste y desalentador en comparación con la atmósfera que se vive en las dos primeras vueltas de cada circuito.

Clasificado en el puesto 177.º de 222 participantes (19.º de 27 en mi grupo de edad), como resumen final puedo decir bien satisfecho y orgulloso que he cumplido mis objetivos: me lo he pasado en grande y no pude disfrutar más tanto en los tres meses de preparación como durante la prueba en sí, no acabé de último en ningún sector, no me rendí en ningún momento de flaqueza, no me retiré ni caminé en ningún momento de la carrera final (como sí hicieron bastantes otros participantes) y en el agua... ¡no me ahogué!

No puedo acabar sin felicitar a la organización y a los voluntarios por tanto esfuerzo y trabajo bien hecho; acaso la única crítica podría ser que el sector de la natación pudo haber estado mejor organizado y balizado, pues las boyas típicas del verano y las que marcan el canal de entrada y salida de embarcaciones, aún sin retirar, no solo confundían a los nadadores, sino que incluso entorpecían nuestra trayectoria en el último largo del circuito triangular.

Un dorsal precioso, lleno de buenos augurios, una llamada a la acción:
3, 2, 1... ¡Ya!

¿Y ahora?

Al contrario que en la maratón de 2019, de la que salí sin estar seguro de si alguna vez me volvería a inscribir en alguna más —tentación en la que ya he caído: estoy inscrito en dos, de hecho—, esta vez creo que sí me ha picado el gusanillo y que volveré a repetir en más triatlones. Son unos entrenamientos variados y entretenidos, que no solo no machacan el cuerpo tanto como los de una maratón, sino que también son, a mi parecer, más completos y equilibrados.

¿Próxima parada? Maratón de Valencia, a principios de diciembre: ni a descansar tengo tiempo, pues solo quedan 11 semanas de preparación.

¡A la carga!

Porque puedo

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